Enrique del Rivero 20 de abril, 2021 · 4 minutos
El claustro del monasterio de Santo Domingo de Silos es una de las cumbres del arte románico europeo. Sobre todo llama la atención la maestría con la que los diferentes artistas labraron muchos de los capiteles y los ocho relieves que decoran los machones que perfilan las esquinas del claustro. Uno de los que más destacan, por su original composición, buena labra y fuerza expresiva, es el del Entierro y Resurrección de Cristo.
Durante mucho tiempo se ha mantenido una fuerte polémica entre los investigadores sobre la cronología y el número de artistas que trabajaron para dar forma a una de las maravillas del arte occidental. En nuestros días parece que existe un consenso sobre el inicio de los trabajos a finales del siglo XI y la intervención de dos maestros y sus correspondientes talleres. También se está aceptando que el estilo predomínate en Silos puede ser de ida y vuelta, ya que los investigadores han rastreado influencias de maestros galos en Silos y silenses en algunos monasterios franceses.
El relieve del Entierro y Resurrección de Cristo, empotrado en el machón del ángulo nororiental del claustro de Silos muestra una original representación simultánea y combinada de tres escenas diferentes y distantes unos días en el tiempo de la narración del Nuevo Testamento: el Entierro, la Resurrección de Cristo mientras los soldados duermen y la visita de las tres Marías.
Con un estilo plenamente románico, que supone un avance técnico con respecto a los primeros capiteles del claustro, muestra una composición menos simétrica, con mayor fuerza expresiva y dotada de cierto movimiento y atmósfera. Los rostros de todas las figuras de aproximan a la realidad y muestran una estudiada expresión de belleza y serenidad.
La complicada escena del cuerpo superior fue resuelta con gran maestría a base de dos triángulos que enmarcan la composición. La base del primero se define con el sepulcro y el cuerpo yacente, la columna de la izquierda forma el ángulo recto y la tapa sepulcral completa la figura como hipotenusa. El segundo triángulo aparece esbozado enmarcando a las Tres Marías.
En la escena de la Sepultura de Cristo (Juan 19, 38-42), José de Arimatea, que viste una túnica agitada por las fuerzas de la naturaleza desatadas ante la muerte de Jesús, coloca delicadamente el cuerpo de Cristo sobre un sudario. A la derecha aparece Nicodemo sosteniendo un brazo del protagonista. Merece la pena fijarse en la serenidad del rostro de Cristo y en las marcas de los calvos en sus manos.
En el nivel superior un ángel anuncia la resurrección de Cristo a las Tres Marías (Mateo 28, 38-42). María Magdalena, María de Ceoflás y María Salomé escuchan con atención las palabras del ser alado: “Nada temáis, Dios vive, ya lo veis”. Esta frase, en latín, “Nil formidetis, vivit Deus, ecce videtis” se puede leer en el arco de medio punto que remata la escena.
Según también el Nuevo Testamento (Mateo 27, 65-66), Pilatos ordeno sellar el sepulcro y colocar una guardia armada para evitar el robo del cuerpo de Cristo y fingir su anunciada resurrección. En la escena que ocupa el tercio inferior del relieve de Silos se contempla a un grupo de soldados que entre adormecidos y estupefactos asisten a la Resurrección de Cristo. Los siete guerreros, la iconografía tradicional cristiana solo suele colocar dos o tres, conforman una perfecta y simétrica composición en la que también se insinúan otros tres triángulos. Otro detalle que llama la atención es la especie de danza que parecen iniciar los dos soldados de los extremos.
También desde el punto de vista de la arqueológica militar medieval el relieve es muy interesante para conocer las armas y armaduras de la época. La impedimenta de cada soldado se compone de una larga túnica, sobre la que soportan una cota de mallas con capucha para proteger el cuello, la cabeza y parte de la cara.
Un almófar o casco y un gran escudo alargado, con la parte inferior terminada en punta, completan su protección. Una espada corta y ancha, ceñida al cinto y una lanza son las únicas armas que portan.
Como es sencillo deducir los soldados esculpidos en el relieve silense recuerdan más a los guerreros castellanos de finales del siglo XI, que a los guardias —no está claro que fuesen legionarios romanos— que protagonizan la narración del Nuevo Testamento.