Enrique del Rivero 14 de julio, 2020 · 4 minutos
La Catedral de Burgos es uno de los monumentos más icónicos y con mayor personalidad del casi inabarcable patrimonio español. Visitada cada año por varios cientos de miles de personas —en 2019 fueron exactamente 372.000—, su interior ofrece un completo recorrido que permite disfrutar de todas las maravillas artísticas atesoradas a lo largo de sus ocho siglos de historia. Pero el templo tiene unas zonas que, de momento y por seguridad, son inaccesibles para los turistas. Es el caso del exterior de las cubiertas de las naves, a las que solo se puede llegar subiendo por unos estrechos, claustrofóbicos y mareantes husillos. Hoy queremos compartir unas imágenes poco conocidas para cuya obtención el privilegiado fotógrafo asegura que se tuvo que dejar el vértigo en casa. Y nos lo cuenta en primera persona.
Subir hasta la cúspide de la estrecha y calada aguja que remata una de las dos torres de la Catedral constituye una auténtica aventura. Tras el reto de superar varios husillos, ascender una inverosímil escalera de caracol y atravesar unos estrechos pasillos es preciso asomarse a un angosto mirador. Una vez recuperado el aliento y con la cámara bien sujeta solo hay que vencer el vértigo y disfrutar de un momento único. Al final marea más la belleza circundante que el sentirse a 80 metros de altura.
Otra experiencia increíble es divisar el cimborrio de la Catedral desde lo alto de las restauradas cubiertas de la capilla del Condestable. Auténtica joya del gótico final europeo y considerada por su importancia artística como una catedral dentro de la Catedral, los elegantes pináculos que rematan su exterior denotan ya los primeros balbuceos del arte renacentista. Y si las panorámicas desde la altura son únicas no lo son menos las sorpresas que depara una subida que comienza por una secreta puerta disimulada tras la sillería del coro de la capilla.
Emociona imaginar lo que sentirían los observadores de mediados del siglo XV, época en la que se terminaron las obras diseñadas por Juan de Colonia, al asomarse desde unos impresionantes 80 metros de altura. Hay que pensar que en aquellos tiempos este era uno de los lugares más elevados construidos por la mano del hombre en toda la península Ibérica. Desde luego es el mejor lugar para darse cuenta de las dimensiones del templo burgalés, en concreto de su planta de cruz latina y de su espectacular cimborrio.
Las agujas que rematan las torres de la Catedral se divisan, inconfundibles, desde cualquier lugar de la ciudad de Burgos. También desde bastantes kilómetros de distancia ya que eran una especie de faro terrestre para señalar la presencia del templo y servir de guía, sobre todo, a los peregrinos que recorrían el Camino de Santiago. Pero para contemplar la inusual imagen que acompaña estas líneas hay que saber encontrar otro camino iniciático: el que desde el interior de la basílica asciende hasta el remate de la nave central.
En julio de 1221, hace casi 800 años, se colocó la primera piedra de la Catedral de Burgos. Por decisión del obispo Mauricio y del rey Fernando III comenzaron las obras de la que con el tiempo se convertiría en una de las catedrales más famosas del mundo. Los trabajos se iniciaron, como era habitual en la época, por la cabecera del templo. Y fue tal el empuje y la capacidad financiera de los patrocinadores que las obras avanzaron con una rapidez inusual: en apenas ocho años ya se habían colocado las cubiertas del ábside y celebrado la primera misa en la nave mayor.
Los primeros canteros y escultores que durante la primera mitad del siglo XIII intervinieron en la construcción de la Catedral eran unos experimentados artistas que en muchos de los casos ya habían intervenido en las obras de las grandes catedrales francesas de las que había surgido el innovador estilo gótico. Una muestra de ese talento es la pericia con la que labraron los ángeles que decoran los antepechos de la nave central. También son de gran calidad y pertenecientes al llamado gótico radiante los músicos, personajes y los distintos animales fantásticos que decoran los arbotantes que soportan los empujes de la nave.
No existe mejor terapia contra el vértigo que asomarse a la plaza de Santa María desde los 80 metros de altura del remate de las torres de la Catedral. Si se consigue vencer el primer deseo de bajarse corriendo, las recompensas serán infinitas: unas increíbles panorámicas del templo y del casco antiguo de Burgos compartiendo el privilegio de los pájaros. Y no es un decir, ya que las zonas más elevadas del templo semejan una esculpida montaña de piedra caliza que desde siempre ha sido frecuentada por halcones, cernícalos, lechuzas, grajos y cigüeñas.
El obispo Alonso de Cartagena —hijo del también obispo y judío converso Pablo de Santamaría— ha pasado a la historia burgalesa por haber mandado construir las dos agujas que culminan las torres de la Catedral. De la misma manera que en el siglo XIII su antecesor don Mauricio, quedó impresionado por las catedrales que en ese momento se estaban levantando en Francia; unos 200 años más tarde, Cartagena volvió de su viaje al Concilio de Basilea admirado por los chapiteles que ya culminaban las catedrales de Friburgo, Ulm y Basilea.